Comentario
Mientras iban llegando a un muelle del puerto de Sevilla, especialmente concebido para ese fin, las piedras importadas para la catedral, y también antes de que arribaran artesanos de otras zonas de Europa, en Sevilla también se pintaba. Los pintores que trabajaban para la catedral, hospitales y monasterios a fines del siglo XV y principios del XVI, casi todos se llamaban Sánchez. Es difícil precisar si esta coincidencia se debe a una relación familiar o a pura casualidad. Pese a lo castizo del apellido, todos ellos se inspiraban, casi exclusivamente, en grabados flamencos o alemanes importados, o en la tradición catalano-aragonesa, que por entonces adquiere máximo esplendor. Todos parecen buenos artesanos, cuidadosos con los detalles y, ocasionalmente, creadores de cierta entidad.
A través de lo que queda de la obra de uno de ellos, Juan Sánchez de Castro, hay que reconocer que el artista estaba más capacitado técnicamente y más conectado con otras áreas artísticas que cualquiera de sus discípulos y colaboradores. Basta para asegurarlo la observación de la Virgen de la Gracia, de la sede catedralícia de Sevilla, que procede de la iglesia de San Julián. La tabla, muy mutilada y por tanto carente de su primitivo sentido conceptual, permite en su estado actual comprobar que su autor fue un artista fino, en posesión de una calidad virtuosa y conocedor de lo que se hacía en Italia varios años antes. Cierto aire véneto o romañolo nos remite a Carlo Crivelli o a la pintura ferraresa de años anteriores.
Algunos de los que son considerados sus discípulos, muchos de ellos anónimos, desarrollaron una obra más aparatosa que innovadora. El retablo de la iglesia de Santa María de las Nieves, en Alanís de la Sierra, es de buena factura, rico en dorados y pobre de invención, donde se mezclan sabiamente composiciones extraídas de grabados flamencos, un poco antiguos para ese momento, e insinuaciones de pintores de finales del siglo XV italiano. Se piensa que pueda rastrearse más de una mano en la factura del bello retablo, cosa que parece lógica. Son talleres a la italiana los que realizan este tipo de retablo. En muy pocas ocasiones, dentro y fuera de Italia, piezas de esta envergadura son obra de una sola mano.
Unicamente una obra, de excelente calidad, ha conseguido que un pintor anónimo se convierta en alguien personalizado. Se trata del llamado Maestro de Zafra, autor del magnífico San Miguel que, procedente del hospital de esa advocación y localidad, se encuentra en el Museo del Prado. La gran tabla, en excelente estado de conservación, es de un virtuosismo técnico cercano, sin ángeles rebeldes, convertidos en monstruos de imaginación próxima a El Bosco, se ven aplastados por la imponente presencia del santo que alza su espada con majestuosidad y sin aparente violencia. Iconográficamente es un tema clásico en el norte de Europa que dará sus mejores frutos desde Memling, pasando por El Bosco y posteriormente Pieter Brueghel El Viejo en su producción madura. También en el sur de España la devoción a san Miguel es muy profunda y se mantiene hoy en determinados ritos religiosos. Supongo que los tres arcángeles, Miguel, Gabriel y Rafael, en Andalucía tenían un significado que los acercaba a los ejércitos cristianos arrojando a los árabes de España. Ignoro por qué el cuarto arcángel, Uriel, no se incluye nunca en la iconografía expulsadora de los réprobos. Quizá se debe a que se trata de un ángel más ligado a las tradiciones orientales. La tabla que nos ocupa no me parece obra española y menos sevillana. Puede tratarse de algo importado de Flandes a fines del siglo XV.
Pedro Sánchez (I y II) y Antón y Diego Sánchez siguen sin acierto la manera flamenca del Maestro de Zafra. Sólo Pedro Sánchez I consigue una bella pintura en el Entierro de Cristo, del Museo de Bellas Artes de Budapest. Se trata de una composición -firmada- muy compacta, a la manera de otras remotamente parecidas del joven Quentin Metsys. Pero la figura más relevante del tránsito de un siglo a otro y ya abiertamente renacentista es Alejo Fernández. Tratamos -no es un plural mayestático sino que considero al lector parte integrante de lo que se escribe- su faceta como retratista, que es breve pero intensa, en otro Cuaderno de esta misma serie (n.° 36). Conviene, no obstante, insistir en los datos y rasgos fundamentales de este artista, que sirve muy bien como vínculo entre la tradición tardogótica y las novedades renacentistas.
Este Maestro Alexos, pintor alemán como figura en los documentos, es efectivamente alemán pese al casticismo de su apellido. Estaba ya en España -en Córdoba, concretamente- en 1496. Así tomó el apellido de su mujer, hija de un pintor de poca monta, Pedro Fernández, e inició una primera etapa de producción que estilísticamente se diferencia de la posterior sevillana. En términos generales parece un artista conocedor de la obra de otros flamencos y alemanes de fines del siglo XV, aunque también evidencia ciertos conocimientos de la última generación de los artistas italianos del mismo siglo, por más que éstos no fuesen directos. Casi todo el mundo coincide en que la etapa cordobesa y sevillana presentan diferencias sustanciales. Yo no lo veo así, como tampoco veo una insistente inspiración en las estampas de Martín Schongauer, que invadió con ellas media Europa. En muchos artistas españoles y extranjeros se advierte su influjo, pero también el de los grabados de Durero, asimismo de enorme difusión, pero ello no debe hacer suponer que casi todas las composiciones de los pintores peninsulares de la primera mitad del siglo XVI proceden de estas fuentes. Sin duda era más fácil que llegaran aquí las estampaciones nórdicas antes que las italianas, como las de Marcantonio Raimondi.
Volviendo al caso de Alejo Fernández, no advierto una diferencia clara entre su etapa cordobesa y la sevillana, y tampoco una influencia clara de grabados venidos del norte o del sudeste. Su estilo me parece más la evolución natural de un artista de educación centroeuropea, que quizás pasase por el norte de Italia, y que se encuentra en España con una fuerte y retrógrada tradición gótica. Se insiste en el influjo umbro por sus arquitecturas abiertas a espacios paisajísticos y se suele poner como ejemplo más representativo el Triptico de la Cena de la basílica de El Pilar, de Zaragoza. La tabla central es una Santa Cena, donde se acentúan los efectos de perspectiva con la apoyatura de elementos arquitectónicos libremente albertianos. Al fondo hay un ábside, lo que sugiere la idea de una iglesia, pero a la izquierda se advierte un breve paisaje y un haz de luz que ponen en contacto con la naturaleza y entonces podría ser un nártex.
En cualquier caso, la versión de Alejo está tan desvinculada de la literatura bíblica como las de los artistas italianos y nórdicos que tratan el mismo tema. Además no se separa a Judas; como es frecuente lleva el nimbo sagrado como los otros apóstoles y se hace así difícilmente identificable. Se insiste también en la mayor importancia dada al ser humano en detrimento de la escenografía en la etapa sevillana y tampoco lo advierto. Cierto es que la geometría arquitectónica cambia pero no porque deje de tener importancia, sino porque deja de ser axial para ser oblicua y abrirse a paisajes más amplios. Prueba de ello es El abrazo de la Puerta Dorada de la catedral de Sevilla, donde el pintor se asentó en torno a 1508 a demanda del cabildo catedralicio. Allí trabajaría al frente de un laborioso taller hasta su muerte en 1545, con lo que su obra abarca ampliamente todo el primer tercio del siglo XVI.
En El abrazo, aunque se insista en que compositivamente se inspira en estampas de Schongauer, a mí me parece que presenta más influjo bruselés y de Amberes, todo ello mezclado con el gusto por el oro que marca la tradición gótica sevillana. Así lo declara el amplio paisaje sobre el que revolotea un ángel de evidente procedencia nórdica, y el soldado que a la izquierda porta el cordero, que recuerda a personajes similares de su contemporáneo Pieter Coecke van Aaelst, ampliamente difundido en España a través de tapices y grabados. En el Nacimiento de la Virgen, perteneciente a la misma serie, la mezcla de estímulos italianos y flamencos se hace más evidente. Rostros femeninos de claro influjo leonardesco probablemente adquirido a través de Quentin Metsys, el potente escorzo de la Santa Ana, que recuerda a Otto van der Goes, y hábiles efectos de luz, nos ponen ante un artista no por ecléctico menos habilidoso. Lo mismo ocurre con la Adoración de los Reyes, también de la misma serie, donde las ruinas de arquitecturas clásicas cobijan la escena, situada ante un paisaje de profundos horizontes.
Hacia 1520 realiza el Retablo de la capilla del colegio de Santa María de Jesús, fundación del ya citado canónigo Santaella, comitente de la obra, que se halla in situ, pese a la desaparición del colegio. La estructura arquitectónica es todavía gótica, con una predela de seis tablas, con santos, santas, un Ecce Homo y un icono a la manera bizantina que debe ser un añadido posterior. En la calle central, bajo una Llegada del Espíritu Santo a buen tamaño, está una de las múltiples versiones de la Virgen de la Antigua, tradicionalmente vista con los ojos del gótico internacional italiano, pero enmarcada en este caso en una estructura arquitectónica de marcado carácter clásico, a cuyos lados se sitúan los padres de la Iglesia. En el cuerpo superior, San Pedro y San Pablo flanquean a los arcángeles Gabriel y Miguel en una composición no por arcaizante menos armoniosa.
La Virgen de la Rosa, de la iglesia de Santa Ana, se encuentra firmada y ha de considerar por tanto como la base de cualquier eventual atribución a Alejo Fernández. Centra la composición la monumental figura ensimismada de María, ricamente vestida, flanqueada por cuatro ángeles que geometrizan una composición donde saltan a la vista dos pequeños paisajes a cada lado del dosel de fondo que, por su extrema delicadeza, tienen valor por sí mismos.
Una personalidad tan laboriosa como la de Alejo Fernández no hubo por menos que provocar discipulaje y colaboraciones. Valdivieso advierte de estas últimas en la conocida Virgen de los Navegantes, de la Casa de Contratación, guardada hoy en el Alcázar. Ya fue tratada la pintura al hablar del retrato y comentada la singularidad iconográfica de la representación de navegantes y descubridores bajo el mando protector de la Virgen. Uno de los pocos colaboradores de Alejo que se conocen documentalmente es Pedro Fernández de Guadalupe, que trabajó junto a él en el Retablo de la Piedad de la catedral, donde es fácilmente detectable la diferencia de calidad entre una y otra mano. Si el San Pedro, también en la catedral, no es de Alejo Fernández como se supone -aunque hay un tema similar documentado, encargado al artista en 1528 para el antiguo Corral de los Olmos- podría ponerse en relación con Pedro Fernández de Guadalupe. Hay además una buena cantidad de artistas anónimos vinculados en mayor o menor medida a Alejo, como el llamado Maestro de Moguer, de temperamento crispado pero personal, autor del Retablo del Nacimiento del Museo de Bellas Artes de Sevilla, o el Maestro de la Mendicidad, autor del tríptico de la Virgen con san Miguel y san Bartolomé del mismo museo. La tabla central que representa a la Virgen entronizada tiene verdadero empaque, a la manera de las Madonas italianas de principios del siglo.
Sólo una obra firmada nos desvela la personalidad de Cristóbal de Mayorga, pese a lo que no resulta fácil poner en relación con su estilo otras pinturas, excepto la que ostenta su firma: San Miguel y santa Lucía con donantes. Es pieza de gran prestancia donde se evidencia la monumentalidad de los dos santos frente a la ridiculez de las figurillas de los donantes. Está documentada su labor entre 1501 y 1541. La abundante documentación sobre Juan de Zamora, activo entre 1527 y 1578 va en proporción inversa a la de su obra conocida. Las atribuciones han de hacerse tomando como base los dos retablos que se conservan en la colegiata de Osuna, sobre todo el de la Vida de la Virgen, de pequeño formato y estructura gótica, con cinco tablas de buena factura donde lo flamenco y lo italiano se ven a través de la mirada de Alejo Fernández. Ello, unido a los no pocos y sorprendentes efectos lumínicos, hacen a este Juan de Zamora uno de los epígonos más cualificados del maestro alemán. Cristóbal de Morales y Andrés de Nadales son apenas nombres en un primer tercio de siglo dominado por Alejo Fernández, y las viejas atribuciones de Post basándose en sendas obras firmadas poco nos desvelan la personalidad de estos artistas.